De espaldas a La Cordillera
Esto pasó en Santiago de Chile, pero podría haber ocurrido en cualquier otra parte del mundo: aprender que todo lo que se queda dentro se pudre.
Esto pasó en Santiago de Chile. Fue hace siete años. Vivíamos en un apartamento pequeño, lleno de libros, cuadros y figuras de acero. Era propiedad de un historiador y profesor universitario que hablaba y hablaba y no dejaba hablar a su madre. En la fachada del edificio, que daba la espalda a La Cordillera, se leía: Kim Kardashian existe. Éramos tres desconocidos, y nos caímos bien. Descubrimos esa ciudad sin mar juntos. Viajamos al Fin del Mundo, nos contábamos el día al llegar a casa, me enseñaron a poner una lavadora. Por las noches veíamos películas en un sofá duro, pequeño y pensado claramente para dos personas. Esto pasó en Santiago de Chile, un mes de agosto invernal. Pero esa noche no nos contamos cómo nos fue el día. No vimos ninguna película. Esa noche, Ella me llamó desde Barcelona y dijo: “nos vamos a vivir juntas”. Ese viento. Esa ciudad sin mar, asfixiante. Esa habitación pequeña y antigua. Esa cama rota. Esa fachada verde. Ese caos. Me quedé allí, petrificada, congelada, durante muchos años. En esa frase no quedaba rastro de los planes, los sueños, la vida en común que habíamos construido. A 10.000 kilómetros de distancia, por teléfono, me quedé vacía. Claro que no, le dije. Pero no era cierto. La filósofa Marina Garcés dice que lo difícil no es huir, que lo difícil es volver sin claudicar. Ese día, yo claudiqué. Ahora, que vivo en una ciudad con mar, sé que esto pasó en Santiago de Chile, pero podría haber ocurrido en cualquier otra parte del mundo: aprender que todo lo que se queda dentro se pudre.


Esta columna nació después de intentar devolver M’estimes i em times: Dibuixos i converses per dinamitar la normalitat, de Júlia Bertrán. Me lo dejó una amiga hace cuatro años. ¿Cinco, quizás? Digo intentar porque quedamos, le llevé el libro y me dijo que eso ya era de una vida pasada. Que me lo podía quedar.

